Ha vuelto, la curva, la redondez y el tener donde agarrarse. Se acabaron
las vacas flacas con el pubis depilado como barbies en conserva; vuelve la hembra
cañón; la mujer de talla 44 hacía arriba, los coños con arboleda (tampoco
madeja de ovillo, pero haya cada cual con su estilismo y gusto personal), la
sonrisa abierta y la falta de complejos.
Se va corriendo la voz entre los cazadores de hembras que una mujer que
come con apetito, hambre y glotonería folla de la misma manera. Así es que en
los últimos tiempos tengo abundantes invitaciones a cenar.
Se lleva, el estilo saludable, y la apariencia de felicidad. Demostrado
queda que una sílfide subida a unos tacones de 10 centímetros y cara de
sufrimiento es menos apetecible que una mortal de carne (sobre todo carne) y
hueso con su mejor sonrisa y los pies descalzos.
Eso sí, aviso a navegantes: yo prefiero el sexo como sobremesa a
mediodía, no por la noche, cuando el cuerpo ve una cama y sólo piensa en
descansar. A mí me gustan las siestas mediterráneas en compañía, con el
estómago lleno y sin bragas; con la entrepierna caliente, los pezones dilatados
como galletas maría y el sabor en los labios del último café.
Me gusta follar con la luz de la tarde que se cuela por las cortinas. Y
repetir hasta que la digestión esté terminada. Después de comer es mi mejor
hora: no tengo sueño, no tengo prisa, estoy nutrida, me siento viva y quiero
celebrarlo.
Lo estoy poniendo de moda. El pasado domingo invitamos a unos amigos,
una pareja liberal a comer a casa y hacer un intercambio de parejas. Nos
preguntaron muy educados, si preferíamos
que llevasen vino, postre o ambas cosas. Vimos tarde el whatsapp y se
presentaron con un Somontano y unos pastelitos de chocolate. Me los terminé
comiendo, todos desnudos, yo sobre el pecho de mi amigo, dando tragos
directamente de la botella, mientras le cabalgaba como una amazona inagotable,
mientras mi amiga hacía lo propio con mi pareja. Creo que a los cuatro nos
gustó más que cuando sólo se presentan cargados de condones...
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