Tengo varios “vicios confesables”, el primero, no hay nada que me guste
más que una polla. Cuando estoy desnuda con un hombre, mirándole a los ojos,
todavía un poco más lejos de lo que sé que a él le gustaría tenerme, lo que más
me apetece a veces no es tenerle dentro de mí; es tenerle en mis manos. Me excita
la sorpresa de sus ojos cuando le invito a tumbarse y le pido que no me toque
aún, cuando recorro su garganta con la lengua y me entretengo en las
clavículas, el cuello, los brazos, el torso, mordisqueo sus músculos y enredo
mis piernas en las suyas mientras le rozo el miembro con los dedos.
Luego cambio de intención. Cuando ya tiene la consistencia que a mí me
gusta, me incorporo, me siento de rodillas a su lado y le masturbo. Sin chupar,
sin dejar que me acaricie todavía, sin dejar de mirarle, sin hablar. No hay
nada que me excite más que verle gemir, convulsionarse de placer, resistirse y,
por último, sucumbir mientras mis bien entrenadas manos suben, bajan, aprietan,
aflojan, corren, paran y vuelven a empezar.
Es un baile al que no puedo resistirme, pero no es generosidad, ni ganas
de complacerle a él, qué va... Es a mí a quien da un placer difícil de
describir esa sensación de poder, ese apretar los dientes y respirar
entrecortada cuando hay que ir más deprisa porque sé que se acerca al final. Y qué
triunfo cuando consigo tal abandono y rendición por su parte que la eyaculación
se estrella en su pecho, me salpica y se escurre hasta las sábanas. Ni una
medalla de oro en los Juegos Olímpicos me gustaría más que eso.
Una vez, después de hacérselo a la parte masculina de una pareja liberal amiga, mi excitación era tal, que el flujo me había empapado los tobillos,
traspasó la ropa de cama y llegó al colchón. Cuando él lo vio, metió sin más
preámbulos un par de dedos o tres dentro de mí y estuvo así unos minutos, hasta
que me penetró. Me corrí, pero no levité, ni tuve una serie inacabable de
orgasmos y, sin embargo, lo recuerdo como uno de esos polvos en los que
sobrepasé cotas de placer mental y físico difíciles de alcanzar con un intercambio de pareja.
El segundo de mis 'vicios confesables' es, quizá, el que más morbo me
produce: masturbarme mientras me miran. Porque eso ya no es ni siquiera placer
por placer; es darme placer físico mientras experimento el gustazo psicológico
de que un hombre me observe, me desee, se excite y se muera de ganas de hacerme
lo que yo me hago a mí misma.
Una noche jugué a este juego que tanto me gusta con un amigo. Cada uno
en un extremo de la cama, le desafié a quedarse mirando mientras yo me
masturbaba y, en premio a su templanza, le regalé la visión del primer orgasmo.
No así del segundo, que lo busqué como a mí más me gusta: bocabajo, con los
brazos junto a la cabeza, las manos aferradas a la almohada, rozándome el
clítoris con las sábanas y, por lo que se, no soy la única a la que le gusta
así. Entenderéis que él perdió la compostura, la apuesta y el desafío terminó
ahí mismo...
Deberíamos tener claro cuál es nuestro principal órgano sexual; el
gestor fundamental del placer erótico... Por supuesto no es el pene, ni la
vagina, ni el clítoris, ni siquiera el ano. Es el cerebro, señores. Ni más ni
menos. Si el cerebro tiene una mala noche, da igual que le pongamos al asunto
toda la estimulación física del mundo; habrá gatillazo o "dolor de
cabeza", seguro.
¡Que pobre la vida sexual de quien la reduce a un mero mete saca! ¡Felicidades a quien tiene imaginación y la usa!
ResponderEliminarComo siempre me asombras, y que razón tienes, a mi me encanta ver como se masturba una mujer.... Ojalá algún día pueda ver ese espectaculo para mi por tu parte..... Petirrojo (el del cine)
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